CUANTIFICAR EL DOLOR, CUALIFICAR LA PARTIDA
Resulta presuncioso reclamar el título de amigo cercano luego de varios años en que perdimos contacto por la distancia y las diversas ocupaciones de cada uno. Sin embargo, no tengo otro término para calificar de amistad la relación que tuve con el Profesor Alberto Loaiza, una amistad que se forjó en los años que me codeé con él en la Maestría de Ciencias de la Educación de la Universidad de la Amazonia. Un sinónimo de amistad para definir nuestra colaboración, más allá de colegas, sería el de camaradería. Su estilo guapachoso e irreverente no era apto para todo público, sobre todo en contextos tan acartonados y paquidérmicos como la academia, pero una vez que uno lo empezaba a conocer, uno iba quedando atrapado en su atmósfera, en su musical acento valluno, en su calidad humana, su generosidad, su pasión por la labor docente e investigativa.
Él llegó por allá en el 2015 y yo partí a Medellín en el 2017, aunque de la Maestría ya llevaba cierto tiempo retirándome, como podía y según me lo permitía la carga académica, porque mis intereses se centraban en las áreas disciplinarias de la literatura y la escritura creativa con los estudiantes de pregrado, y no en metodología de investigación, didáctica o pedagogía. Junto al profesor Germán Londoño, otro personaje de talla legendaria que merece mención aquí, fui parte del comité que le hizo la entrevista por videollamada a Loaiza. Era un momento en que urgían docentes para armar un equipo de trabajo y echar a andar un programa que yacía en reposo. Lo vi llegar a instalarse a Florencia, mover la oficina de aquel local que nos habían designado en el edificio de la biblioteca y, sobre todo, taladrar en los muros con su famoso método cuantitativo. A muchos no les hizo gracia, tanto para los que profesaban los métodos suaves y subjetivos de las humanidades y ciencias sociales como para los que llevaban lustros ondeando, en el aire selvático de poca brisa, los pergaminos de la didáctica de las matemáticas. Esto me llevó a querer entender más su punto de vista y leer sobre estadística, recolección y análisis de datos, triangulación, cosas que había soslayado en mi carrera. Vislumbré la posibilidad de fortalecer el escurridizo método mixto. Todo por el bien de esos jóvenes profesores que llegaban todos los viernes y sábados, con el corazón esperanzado y la mirada iluminada, desde las comarcas y caseríos indómitos del Caquetá, así como de las veredas del montañoso sur del Huila.
Nunca fue tarea sencilla. Faltaban asesores para los proyectos de grado y había que poner los estudiantes en equipos de trabajo, no siempre con resultados satisfactorios. Nos reventábamos dando seminarios y leyendo anteproyectos. Loaiza y yo tuvimos la osadía de decirle al rector de aquella época que era mejor esperar un semestre más antes de volver a abrir una nueva cohorte. Entretanto, un anteproyecto era como el telar que tejía Penélope en el día y deshacía en la noche. Un docente decía algo; otro, lo contrario; y el asesor, lo mismo, pero en sentido opuesto. Algo en que Loaiza y yo, incurrimos, al igual que todos los que querían darle una forma, un derrotero, una dirección a la Maestría. Al final de los procesos, luego de cerciorarnos de que no hubiera casos en donde la polifonía textual caía en su punto más desfachatado, es decir, el plagio (afortunadamente, en aquellos años, la Inteligencia Artificial no tenía los alcances de ahora), llegaban las sustentaciones. Por falta de personal, casi siempre, Loaiza, Natividad, Londoño o yo éramos los jurados. Allí, veíamos cómo los maestros aspirantes exponían sus cicatrices de guerra. Las tesis eran una muestra arqueológica en las que se podían apreciar sedimentos, capas, yuxtaposiciones de varias escuelas de pensamiento y crisis existenciales. Loaiza apretaba un poco, pero que yo sepa, a ninguno ahorcó. Por mi parte, desde que los candidatos supieran insertar unas cuantas frases coherentes y no cayeran en la retórica tan colombiana y pomposa de decir mucho para decir poco, me daba por bien servido. Todos salían felices por la puerta. Desplumados, pero felices.
A pesar de nuestras diferencias, nos unió el interés por darle rigor a ese doloroso ejercicio académico e investigativo que acabo de describir. Él, con sus números y fórmulas; yo, vigilando para que se estableciera una coherencia argumentativa y una profundidad discursiva en textos que me entregaban redactados con errores de sintaxis, puntuación y ortografía. El profesor Loaiza apoyó, en cierta ocasión, la sugerencia que hice a unos estudiantes de una comunidad indígena para que presentaran, además del abstract en inglés de su proyecto, un resumen en su idioma. Why not, Cuestión de coherencia: ¡querían implementar prácticas pedagógicas para recuperar su lengua! ¡Pues qué mejor forma de comenzar! Al profesor Loaiza también le debo haberme inspirado para adaptar a la realidad colombiana una rejilla alfanumérica de corrección de escritura que encontré en un manual de lengua de las instituciones preuniversitarias del Quebec, los llamados Cégep. Dicha rejilla me hizo famoso no solo en Florencia, sino también en Medellín. Y todavía hoy, hay quienes me envían fotos de esta hermosa herramienta de tortura.
Las tardes florencianas traen lluvia de gruesas gotas o se eternizan en el calor agobiante del mediodía. El edificio ovalado de los profesores, en cuya primera planta se encuentran la emisora de la universidad y un estanque con peces endémicos y tortugas, tiene también, unos pisos más arriba, una pequeña cocina a la que me dirijo en busca de un café de la greca. Dejo de lado mis lecturas, la redacción de algún artículo que pienso enviar a alguna revista indexada o la preparación de clases para visitar a Loaiza en su cubículo. Él le llama “revólver” al palito de plástico que sirve para revolver el azúcar. Nos sentamos a hablar en francés y ver caer la lluvia sobre el Barrio El Porvenir. Evoca sus años en Bélgica y describe una ciudad de calles en círculos concéntricos. También me comenta que la mejor película para entender el método científico es el Aceite de Lorenzo y me entrega una copia pirata. También es una copia pirata una versión de Camtasia que me pasó y en la que pude editar mis primeros videos de Teoría Literaria, Literatura Británica y Fonética. Todo gracias a él.
Natividad y Alberto me acogieron en su casa a las afueras de Cali, una hermosa cabaña con vigas de guadua. Asistimos a una capacitación que daba el Ministerio sobre los procesos de Acreditación de Programas. El objetivo era conocer todas las cuestiones legales para poder ofertar la Maestría en Leticia. Pero lo que más nos impactó fue algo que dijo uno de los expertos enviados a esa reunión. Tras una pregunta que alguien hizo, el experto dio a entender en su respuesta que, más que doctores y maestros, lo que convenía al país era formar técnicos y simples empleados. Alberto se salió de la ropa y, sin necesidad de micrófono, a todo pulmón, bajando por los escalones de aquel anfiteatro de la Universidad Autónoma de Occidente, le pidió al experto que repitiera lo que acababa de afirmar. El retorno a Florencia fue amargo. Íbamos en su camioneta atravesando el Puracé. Solo había niebla y frailejones cuando, de repente, dos militares nos pidieron detenernos. Querían que los lleváramos al otro lado del cerro. Saltaron a la parte de atrás y continuamos el camino en silencio. Fue ahí, cuando este hombre que no parecía tenerle miedo a nada, este hombre que con risas me había mostrado fotos de una corona fúnebre que le habían enviado en el pasado unos individuos en forma de amenaza, puso en alerta al canadiense despistado que yo era al murmurar: “oíste, Juam, estos manes nos están poniendo en peligro por aquí”. No hacía mucho habíamos visto una bandera de la Farc y eran los tiempos de los famosos Diálogos de Paz. Los soldados se bajaron, nos agradecieron y ya estábamos en el Huila. Otra vez brillaba el sol y más adelante detuvo la camioneta para que lo filmara haciendo monerías al lado de una señal que indicaba la dirección y los kilómetros que nos separaban de Bruselas.
La última vez que hablé con él fue el año pasado, 2023, cuando me encontraba en mi campaña de preventa del Anticristo Derrotado y otros cuantos. Le hice una videollamada por Messenger. Me atendió desde su casa en Florencia. Se alistaba para ir a dar una clase en la Universidad. Hablamos como si no hubiera pasado el tiempo, como si no hubiera existido una pandemia de por medio, y muchos más cambios en nuestras vidas. Unos días después, le mandé un video al pie de la pista de esquí, en el lugar donde trabajo. De seguro, le habría gustado venir a esquiar. Quizás lo haga porque a todos se nos antoja que su partida es tan solo “mal sueño”, como acaba de confesármelo Natividad, su cómplice, su compañera, por quien elevo mis más nobles pensamientos y le mando toda la fortaleza que requiera. Conozco a Alberto. No asistirá a su misa de despedida porque preferirá irse a jugar billar y hablar del aceite de Lorenzo que le hace falta a la educación de Colombia. Desde el cielo, como si fuera la pantalla del Problema de los Tres Cuerpos, nos proyectará el Meme con el que molestaba a todos cada vez que el Deportivo Cali, el América o la Selección Colombia perdía: un niño de cara demacrada exhibiendo una gran mueca de dolor. Lo perdimos a usted, Doctor Loaiza, su presencia física, mas no su legado. Recuerde que en algún momento discutimos sobre una leyenda caqueteña de un fantasma al que solo se le podía matar con una bala rezada. ¿Cómo podés matar a un fantasma? Usted preguntó en medio de carcajadas. La muerte no existe, Doctor Loaiza. Ahora usted nos podrá decir si hay un Dios o no y, de seguro, su respuesta dejará a más de uno aterrado. Pero díganos, más bien, si ese hipotético Dios maneja el universo desde el método cuantitativo, cualitativo o mixto. Consuélenos y háganos creer que no somos un dato más en la estadística de la historia, ni un poema en un libro olvidado. Yo, por mi parte, guardaré la esperanza de volverme a tomar un tinto con usted para seguir arreglando el mundo y le ruego, mi estimado amigo, camarada y hermano, que perdone mis ausencias.

Comentarios
"Me conmueve profundamente este hermoso homenaje al profesor Loaiza. Tuve el privilegio de ser alumna de ambos, el profesor Muñoz y el profesor Loaiza, en la maestría de Ciencias de la Educación de la Universidad de la Amazonia. El legado del profesor Loaiza seguirá inspirando y motivando a futuras generaciones de educadores. Que su memoria sea un faro de sabiduría y pasión por la educación. Mi más sentido pésame a su familia y seres queridos."