Fútbol: correr con gatos salvajes detrás de un balón mientras que la niebla se apodera del terreno de juego. Saber que el balón conduce a un agujero del que no se sabe nada. Saber que los gatos entrarán primero y que ya no sonarán más sus rugidos. Entonces, detenerse y no perseguir ese balón como quien se ha cansado de perseguir asteroides. Dar media vuelta y encarar la niebla. Dejarse envolver de su sustancia melosa. Ser envuelto de lo mismo para ser lo mismo que siempre se ha sido, el que mira a otros ganar. Una niebla que envuelve al cuerpo de alma. Olvidar al gato que acompañaba el juego. Jugar a sentirse sano y salvo, envuelto de la niebla del alma, amnésico y sin amigos de cuatro patas, perder el balón sin perder el norte, no entrar en la boca del lobo y vestirse de cordero. Jugar a olvidar la piel parda de cada gato montaraz, jugar a sentir el desaliento y sentir el desaliento de jugar a los gatos extraviados para siempre en la nada. Remar en los días de insomnio dando a cada piedra el nombre de los gatos (o confundir cada gato con una piedra y patear). Sentirse satisfecho de la labor y echarse a dormir en la sombra de un nubarrón de hojas negras. Soñar con los mismos gatos detrás del balón, pero esta vez con un final feliz, algo que haga llorar de emoción.

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