COMO UN PÁJARO CIEGO
Juan Munoz
Tras
quince años, sobrevolaba la noche del Caribe, dejando atrás Norteamérica. Si
había sido un cerebro en fuga, ahora estaba de regreso. Quiso entablar
conversación con su vecina de silla, una mujer de edad avanzada que venía de
pasar vacaciones en casa de su familia en Florida, y que hizo una mueca de
dolor al oírle pronunciar el nombre del lugar adonde iba. El hombre no quiso
prestarle mayor atención y echó un vistazo por la ventanilla. La oscuridad
reinaba allá afuera. Tenía motivaciones para emprender la aventura.
–Joven,
¿usted sabe bien lo que está haciendo?
Volteó
a mira a la mujer. Por decencia, aunque decepcionado por el pesimismo
resultante del primer contacto con una compatriota en tanto tiempo, respondió:
–Por
su puesto. Voy a trabajar en mi área de formación. Algo que no me brindó el
país que me dio la mano años atrás…
Los
argumentos quedaron a medias y con mal sabor. Sí, se había formado con creces
en los altos estándares de la academia, aprovechando becas y préstamos, pero a
la hora de conseguir trabajo, en la misma universidad, en un college o en una escuela en el que se
pudiera enseñar español y literatura, todas las puertas se cerraron. Para pagar
las deudas dejadas por los estudios, tarjetas de crédito, viajes a congresos, adquisiciones
bibliográficas por Amazon.com, más
los desequilibrios emocionales que le causó la ruptura con su pareja –otra
estudiante de doctorado que lo cambió por mejores rumbos–no quedaba otra que conseguirse
empleos de servicio a la clientela: subcontratado para una compañía aérea de
prestigio, conducía puentes mecánicos para recibir vuelos atrasados en la
madrugada, empujaba sillas de ruedas por todo el circuito de migración y
apaciguaba con mentiras o disculpas a pasajeros iracundos durante tormentas de nieve… o entrenado para responder
las llamadas que un programa informático hacía, a ciegas y al azar, a deudores
morosos del triple paquete teléfono fijo-Internet-cable, los que respondían con
insultos a tan descarado acoso. Tanto la mayoría de pasajeros como la de los
usuarios del servicio de telecomunicaciones no tenían ni la mitad de la
escolaridad que él ostentaba. Su diploma en la pared comenzaba a ponerse
amarillo. Su sed de conocimiento forjó su grillete y cadena. El sistema
necesita de esclavos ilustrados, eruditos endeudados.
–Y su
familia, ¿estuvo de acuerdo con su decisión?
–Sí…
ellos saben que es lo mejor para mí y mi carrera.
En ese
momento, el auxiliar de vuelo les ofreció algo de beber. No había muchas
opciones en el típico menú de vuelo de tarifa económica Orlando-Bogotá: café,
gaseosa o jugo en caja. También un snack con nombre alemán para engañar el
hambre. La mujer pidió agua; él, una Canada
Dry, quizás el jengibre le calmara la amargura de los recuerdos, la
incomodidad del momento presente y le devolviera el furor del futuro. Le
esperaba una noche de sueño sobre bancas del aeropuerto El Dorado, antes de
abordar un vuelo de Avianca a las diez y media de la mañana siguiente, rumbo Aeropuerto
Gustavo Artunduaga. Rutina de cualquier viajero: bastante preparación tenía ya
en duermevelas en Madrid, Roma, Londres, Kiev y Tiflis, lugares en los que
estuvo en distintos momentos de su vida. Inútil preguntarse cómo había llegado
allí.
-¿Ah
sí? – dijo la mujer retomando la conversación y con tono incrédulo– ¿Sus padres
viven allá o en Colombia?
-No, allá…-
respondió con el índice apuntando hacia atrás, por encima del hombro.
El
joven profesor recordó aquel domingo en la cocina de su madre. En el patio, el
pasto, aunque amarillo por la reciente nieve, empezaba a levantarse, mientras
que el perro labrador lo olfateaba y ladraba a las ardillas que lo miraban
desde los árboles desnudos y los cables de luz entrelazados. Junto a la puerta
de vidrio corrediza, había una mesa redonda en la que reposaban dos tazas de café,
una canasta de muffins y la laptop.
En la pantalla se proyectaba un documental, dividido en varios videos, sobre la
vida de unos hombres y mujeres internados en los montes espesos. La madre sabía
de las simpatías por la izquierda de su hijo, simpatías que son más bien
síntomas de intelectual fraguado en la comodidad de la distancia, el halo
romántico y humanista, exotismo labrado en bares de campus. “Prométame
que no se va a unir a ellos… que no se va ir a dar bala por allá”. Él sonrió y
le dio un beso en la frente: “mami, yo solo sé dar clases, leer y escribir”. La
madre se tranquilizó. “Además, no tengo la salud para vivir lejos de las
comodidades de la ciudad. ¡Cómo se le ocurre!”.
Las
madres llevan en su corazón el oráculo de todo hombre. Desde que este deja su
vientre hasta el umbral que se cruza con una mochila recién empacada, la vida
se balanceará para contradecir o confirmar el pesimismo materno, el amor
natural.
La
pasajera de al lado era igualmente madre, por partida doble generacional. En la
silla del pasillo, estaba su nieta, con la que discutía sobre los problemas
ocasionados por la convivencia en casa de sus parientes en Miami. Nadie
entiende a los viejos y mucho más si vienen de un país en donde las ollas tienen
que estar puestas con tan delicada ceremonia que se hace estorboso en el
horario pragmático y agitado del gringo robotizado.
La
nieta quería estudiar literatura y, sin embargo, no hubo mayor conversación
entre el profesor y ella, ningún juego de pedantería sobre nombres de autores y
libros, ningún atisbo de seducción, ningún bluf intelectual. El cuerpo de la
abuela los separaba. También los propios pensamientos del profesor, y quizás,
de la muchacha misma.
-En
serio, ¿su mamá no le dijo nada?
-No.
-¿Y su
papá?
-Que siempre
para adelante. Siempre me ha apoyado en
todos mis proyectos.
-¿Y
tiene usted adónde llegar allá?
-No,
no conozco a nadie.
-¿Cómo?
¿No tiene en donde va a dormir?
-No.
Cualquier
viajero experimentado habría respondido, cualquier usuario de Couchsurfing habría dado su opinión, con
variaciones según el estado de ánimo y el grado de empatía que le despertara
aquella mujer: “Señora, existen hoteles o gente que disfruta acogiendo
forasteros”. Pero su pregunta, más allá de las obviedades, se enraizaba en las
profundidades del terror, y desnudaba al escritor a tal punto que le hizo
confesar: “ni siquiera sé si realmente tengo el empleo. No tengo la
convalidación de mis títulos. No tengo nada que perder. Voy a hablar en la
Universidad si no hay problemas con mi vinculación. Si no se puede, me quedaré
un día o dos para conocer la ciudad… ver la selva y los ríos”, dijo con el
sueño romántico de guacamayos y loras que pudieran verse a simple vista en el
paisaje, como pueden verse los mapaches o los zorrillos en algunas ciudades del
Norte, en noches frescas de verano o cálidas de otoño.
–Usted
no se ve con cara de tener mucha plata –prosiguió la dama.
El
hombre se rio del comentario. Inútil profundizar demasiado en ese tema cuando
la facha hippie y la flacura delatan. Llevaba a penas lo necesario para
comenzar a vivir durante un mes antes de que recibiera el primer pago o para
regresar a la casa paterna en calidad de náufrago.
–Tranquila.
Tengo lo suficiente como para vivir tres meses
–¡Cómo
quisiera creerle! –exclamó la pitonisa mientras que la nieta le sugería que no
fuera tan entrometida.
–¡Pues
créame! –afirmó con una sonrisa de servicio a la clientela, la que tanto había
trabajado gracias a sus antiguos empleos.
–¡Ay,
papito! –dijo la mujer en un tono triste –¿Usted por qué va por la vida como un
pájaro ciego?
El
pájaro ciego migra según las estaciones. No necesita ver, solo dejarse llevar
por fluctuaciones electromagnéticas, el viento o por los caminos que forman los
astros para llegar a un nido remoto. No importa volar, solo mantenerse a flote,
como tomar aire en un sueño en que las ciudades y las paredes vienen por sí
solas, sobre una cinta elíptica.
-¡Caquetá!...
–decía la dama, con el pecho inflamado a punto de desangrarse.
Y
seguramente venían ecos de noticieros a la mente: San Vicente del Caguán… los
años floridos del raspachín… los bloqueos en las carreteras que borraban el
mundo exterior de la realidad… toma guerrillera de Florencia… gobernador
asesinado… paramilitares del sur… minas quiebrapatas… secuestros de
colombo-extranjeros y mucho calor.
–Bueno,
no hay que ir a está allá para uno darse cuenta de la realidad tan jodida de
este país –agregó la señora, pensativa –Mi hijo, el tío de esta señorita aquí
presente, vive en Bogotá y fue gerente de un banco. Un día lo siguieron en el
carro, lo intersectaron y lo dejaron en calzoncillos en un potrero, sin un
peso…
El
profesor mostró empatía por ese relato, imaginando al pobre hombre desnudo en
un cuadrado verde del amanecer bogotano, pero la conversación se dio por
terminada. El avión debía estar en algún lugar entre Jamaica y Colombia. La monotonía
del vuelo, la incomodidad de la situación, la fatiga hicieron que el hombre
fuera apoyando la cabeza contra la ventanilla. El pájaro ciego no vuela, solo
flota, y el mundo viene a él esquivándolo, arrastrándose debajo de sus patas,
como en el sueño que empieza y que, para el escritor, se vuelve trampa recurrente
en sus escritos. Se duerme para hacer elipsis de las banalidades de la vida y
del tiempo muerto. Se entra en inconsciencia para hacer avanzar el relato. Se
hacen flashbacks, se viaja hacia la infancia, la adolescencia que es lo mismo,
el pasado que es la adultez, luego de quince años o más, como cerebro que se
fuga de la fuga y vuelve al nido, que está lleno de espinas e incógnitas.
Las
imágenes hipnagógicas: rostros de pasajeros que se repiten en aeropuertos y
aviones, sosías cruzando geografías difusas. Los que llevan la identidad en sus
pasaportes no son más que versiones del
trashumante sapiens, condenado a errar fuera del paraíso. En eones, América del
Norte se separa del Sur; el avión deja el mar y entra en la costa; a lo lejos
se alzan los Andes y, mucho más allá, se explayan el llano y la selva. El
Caquetá tiene forma de polígono, tirando a un paralelogramo, que si se
desplazara hacia el norte, sería tan extenso como Siberia. También se dice que,
en la Serranía del Chiribiquete, hay manos más grandes que las del sapiens
trashumado, manos gigantes para ocultarse el rostro repetido, manos que se
deslizan como alas por la ropa, manos que te tocan.
-Despierte,
señor, estamos a punto de aterrizar. Enderece su asiento.
Estaba
desorientado. Luego notó que sus vecinas no estaban.
-La
señora nos contó que usted va a dormir en el aeropuerto de Bogotá y luego viaja
mañana al Amazonas ¿Brasil?–dijo el auxiliar de vuelo en un español contaminado
por el inglés. – Pasamos a la señora a las sillas de adelante para que esté más
cómoda su rodilla y pueda estirar las piernas. Ella le mandó esto –dijo
entregándole una bolsa blanca– Es lo que sobró de la cocina, señor. Le deseamos
un buen viaje...
Era
una bolsa llena de los snacks con nombre alemán y jugos en caja como para comer
durante doce horas.
El
avión aterrizó en El Dorado. Faltaban diez minutos para las cero horas, el día
siguiente era un primer lunes de agosto. Los pasajeros ocuparon rápidamente el
pasillo, dejando sentado al hombre, con la bolsa de comida en las manos, más
atontado por la siesta que meditabundo.
Salió
de último, cruzándose con la mujer que había pedido asistencia en silla de
ruedas y se quejaba de la demora frente a su nieta. Las saludó y agradeció el
detalle de la bolsa. La mujer lo bendijo y él siguió su camino por el túnel
gris. Todavía tenía motivaciones para emprender esa aventura. Se llevó la mano al
bolsillo de la camisa para buscar el pasaporte y las informaciones del próximo
vuelo. Palpó algo de contextura diferente. Eran veinte mil pesos colombianos.
Inútil preguntarse cómo habían llegado a él.

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