ENCANTO DE DISNEY: EL CHISTE SE CUENTA SOLO

 

 

Juan Munoz

ji.munoz.udm@gmail.com

 

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Ayer, 25 de diciembre de 2021, tuve la oportunidad de pasar una tarde con mi familia viendo la última película de Disney: Encanto. No lo hice antes porque no puedo ir a una sala de cines debido a los nuevos parámetros del orden mundial. Soy un paria. Por lo tanto, tengo que aprovechar que alguien más me dé acceso a las cuentas de Disney Plus o Netflix para ponerme al tanto de cuáles son las tendencias fílmicas y televisivas. Llegué tarde a la fiebre por la Casa de Papel o los Juegos del Calamar porque me da pereza estar a la par de todo el mundo. Como lo de las vacunas. Ya lo dije, por el momento y antes de que pase algo que me obligue a aborregarme, soy paria.

La verdad, sentado en un rincón del sofá, esperaba que me ofendiera fácilmente el gigante reciclador y caníbal de mitos e iconos –hablo de Disney, obviamente, y quisiera extenderme en su política de reapropiación de historias y de derechos de autor que luego imponen como espadas de fuego; pero eso sería otra crónica. Ya había leído algunos comentarios en las redes sociales: discusiones sobre la autenticidad o no de la imagen de Colombia. Pero, para mi sorpresa, esta película me dejó con una extraña tranquilidad y la sensación de que la guionista y el equipo de diseño visual hicieron bien su trabajo dentro de las limitaciones tanto técnicas de la duración – una hora y media o dos horas no alcanzan para mostrar todo el imaginario que compone el universo visual, sonoro y gustativo colombiano – como narrativo, especialmente en lo que se refiere al espacio ficcional de la historia. Frente a esto último, los problemas de la representación nos enseñan que ni siquiera el concepto de museo cultural o quiosco en una exposición universal, como lo hacían a finales del siglo XIX en las grandes ciudades europeas, llevan a que una cultura receptora conozca profundamente la cultura exótica. Todo se queda en estereotipos y lugares comunes. Dicho en otros términos, por más que se retrate una cultura extranjera en un producto cultural hecho dentro de la Metrópoli –llámese la China de Mulán, el México de Coco, o la Colombia de Encanto, etc.-, siempre se entregará un producto digerible tanto para un público general, con una estructura narrativa conciliadora. Al final, todos seremos felices. Así, es imposible exigirle al pequeño pueblo de Encanto, como también es reductor hacerlo con Macondo (esta vez, un producto endémico de la cultura de origen), que acoja toda la diversidad de Colombia. Aunque en niveles simbólicos y sutiles, tanto Encanto, Macondo, o en su versión postmoderna, McOndo, sí representen a cualquier pueblo de Colombia, de América Latina o del Tercer Mundo (que puede comenzar en la suburbia de París o Nueva York).

La película dejará la imagen, y reforzará una ya existente, del supuesto realismo mágico o de la magia en la realidad en Colombia. Y aquí el chiste se cuenta solo. No solo los miembros de la familia Madrigal, o los Buendía, hacen magia; todos los colombianos de clase media y baja, lo hacen a diario con un sueldo que no alcanza y en un entorno de violencia intra- y extra-familiar, civil, ideológica, histórica. La realidad en Colombia, y en cualquier otro lugar semejante, consistirá en llegar vivo por medio de la “magia” al día siguiente, a las fiestas decembrinas para poder mostrar el estreno y bailar la última canción pegajosa (afortunadamente no mostraron a los personajes de la película bailando y perreando el reggaetón de “las cuatro babies” en el cuarto del niño Antonio, ¡otro punto para Disney, aunque dibujar de aquí en adelante un buñuelo pueda resultar legalmente peligroso!), o en cruzar los dedos para ver a la Selección en el próximo Mundial de Fútbol (da lo mismo clasificar o no). No falta ser Bruno, el tío medio brujo medio hippie que vive entre los muros de bareque de la Casita, para ver el futuro de este colombiano de la magia cotidiana.  Las imágenes de ese futuro son borrosas, sujetas a interpretación, pero con resultado sabido. La magia está en ti, Mirabel, como está en ti, colombiano de a pie.

 

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El chiste se cuenta solo y, de seguro, pasará a ser incluido o en el repertorio de Hassam, de Lokillo o de cualquier otra estrella emergente del sacro programa de la televisión, Sábados Felices. Gente que lo contará con más gracia porque, como cuentachistes, soy muy buen profesor universitario, como diría aquella dama que me cautivara y me enseñara a ver el mundo con los ojos de un niño. Y sin ejercer actualmente la cátedra universitaria, me atrevo a exponer la razón por la cual esta película me parece relevante y recomendada para todo aquel que quiera entender la situación de Colombia. No vacilaría en incluirla en un corpus de estudio para un semestre de trabajo y análisis. No me molestaría regalarle un “like” en las redes sociales.

Esta película me gustó por su realismo. No por lo que diga acerca de la magia, de la que trata bastante poco, la verdad. Encanto arroja despiadadamente una radiografía de la psiquis colombiana. He ahí el acierto y la genialidad de esta producción. No se trata de magia en el sentido iniciático y esotérico del término, aunque, en el fondo, todo lo que se hace en esta encarnación, en esta lucha por la existencia y por la comprensión de los misterios del cosmos, se resuma en la magia. En este sentido, la magia es lo más parecido a enseñar un curso de metodología de la investigación o dirigir una tesis de maestría o doctorado. Decretar tus deseos al universo es tan difícil como depurar el objetivo general y los objetivos específicos de un proyecto grado. Me “encantaría” dar un curso de tesis basado en los principios del Secreto, la manifestación, las leyes espirituales de Chopra y otros gurús, así como en los mecanismos tutelares que llevan a que un texto se materialice, como puede materializarse una casa, un auto o el hombre o la mujer de tus sueños. Es lo mismo. Pero esto ninguna universidad que quiera quedar bien rankeada lo aceptaría. Y muchos de mis colegas, tanto los adeptos del método cuantitativo como cualitativo, tendrías motivos de sobra para poner en duda mi seriedad. Aunque tampoco importa.

La magia en Encanto no es de este tipo. Es decir, el de los pasos iniciáticos que llevan a la manifestación y transformación de la realidad. Si se mira bien, los poderes mágicos que poseen los personajes de la historia son atributos que se acomodan el universo en que ellos habitan. No es una magia transformacional. Luisa, la moza fortachona, es capaz de cargar una pirámide de burros (una pirámide siempre estará compuesta de burros, no lo olvides, querido colombiano); Isabela hace florecer todo a su alrededor (¿eco a un personaje de la novela La Casa de los Espíritus de la autora chilena Isabel Allende?); Dolores escucha lo inaudible y lo vuelve chisme (nada sorprendente en Colombia); Camilo cambia de forma mucho más rápido que cambiar de ropa o moda; Antonio habla con los animales; y Bruno ve el futuro. Pero solo es Mirabel, aquella que no se le asigna ningún poder, la que posee la verdadera magia de transformar la realidad.

Esta magia transformacional tiene varias etapas en la constitución y maduración del sujeto. Aquí habría que explicar un poco los principios lacanianos de orden de lo imaginario, de lo simbólico y de lo real, los cuales se representan en tres círculos que se entrelazan y forman intersecciones entre ellos. Y mencionar igualmente las nociones freudianas de complejo de Edipo y de Electra. Seré cuidadoso en no volverme tedioso en dichas cuestiones, ya que el presente no es un ensayo para una revista indexada, pero advierto que lo que viene puede resultar igual de brutal.

Existe un orden primario en el que el infante navega entre imágenes que percibe del mundo exterior. Los animalitos de la hélice que da vueltas sobre la cuna; caras que se acercan, lo miran, y le dicen a quién se parece. Sus propias manitas levantadas también son cosas extrañas, ajenas a él, que no es más que una masita de carne y una máquina incesable de deseos. Cuando este bebé abre la boca y deja escapar su llanto, la magia que se opera en este momento, es pulsional. De repente, abracadabra, una teta aparece y se logra ese momento eterno de “con senos sí hay paraíso”. Esta teta, o seno, o manjar del cielo, más tarde, ya sea de carne o de silicona, será un vestigio metonímico de la madre fuente de placer y calma en el sujeto completamente desarrollado. En este orden, se ve el mundo como un cuadro impresionista sin tener conciencia de que se es observador y de lo que es el mundo observado. Las cosas son confusas o fragmentarias como suele pasar en sueños borrosos y ordinarios. No será sino más tarde, cuando con la complicidad de la madre, el bebé se reconozca en un espejo y empiece a distinguirse él mismo de las cosas.

Los vestigios de lo imaginario se hacen latentes en Encanto de una forma que nos maravilla, pero que no tiene relevancia en el desarrollo de la narrativa. Las baldosas de la casita llevan tazas de café, mueven sillas o arrastran a los invitados al interior. Esto atrae desde el tráiler mismo de la película, pero no va más allá del “eye candy” (golosina para los ojos). La Casita se agrieta sin que nadie pueda salvarla, hay lugares dentro de ella en los que su poder no llega, y al final necesita de la ayuda de todo el pueblo para que la reconstruyan. Esto no se puede definir como magia pura. Una casa no se limpia sola. Hasta Samantha, la bruja de Hechizada, tenía que concentrarse en las cosas y en una tarea específica antes de mover su nariz. Otro ejemplo sería el La Bella y la Bestia, pero ahí hay que recordar que los objetos y utensilios son sirvientes que la magia cosificó de forma descarada: cada empleado se volvió la herramienta de trabajo. De su alienación, nos diría el brujo demoníaco de Marx. A las cosas les importas un bombillo roto si tú no tienes control sobre ellas y no produces tu propia realidad. Para eso hay que abandonar el “con senos sí hay paraíso” de la infancia y entrar en una relación neta con el yo, el cuerpo y el otro. Una adultez en el sentido kantiano. Solo así, concretarás cosas en tu vida, querido colombiano de a pie. Abandona esas rêveries de grandeza, esas ensoñaciones de “Yo me llamo” o de “usted no sabe quién soy yo”.

Y esto lo vio bien García Márquez en Cien Años de Soledad, cuando las cosas toman vida por sí mismas, y los clavos empiezan a salirse de las tablas. Eran los tiempos en que la consciencia de Macondo se perdía en la oscuridad de los orígenes y no en un punto de adultez y de mediana lucidez de subjetividad, si en verdad lo hay, si en verdad lo llega a haber porque ese estado de adultez del que hablaba Kant es tan imposible como la idea misma de progreso en esas latitudes (yo diría que en el mundo actual, sin excepción geográfica). Pero al menos se puede intentar algo y detectar que el peligro del realismo mágico reside en quedarse en el “eye candy” y no distinguirse como sujeto de las imágenes.

Sin embargo, esta trampa se vuelve cada vez más efectiva con el recurso de la animación computarizada. El espectáculo de la imagen desborda y embriaga con sus animales, pájaros, colores, formas en movimiento. Es como una visión de ayahuasca de la que uno quisiera no salir. La golosina de los ojos es un seno que uno no quisiera dejar de mamar. Este es uno de los méritos de Encanto. Como una de sus trampas que han venido perfeccionando desde el Avatar de James Cameron.

 

 

 

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Luego de la constitución del sujeto por medio del estadio del espejo, nos dice el psicoanálisis, viene otra fase en la que el sujeto se reafirma en el orden simbólico mediante la entrada en el lenguaje y la ley. Esto se da, más específicamente por el nom-du-père, concepto en francés que encierra un juego de palabras, no y nombre del padre, el no-nombre del padre. El padre da su nombre y da su “no” como instauración de su ley. Ya para esta fase, el sujeto debe haber superado su complejo de Edipo y aceptar que el amor erótico de la madre se centra en el padre, y no él, “el tesoro de mamá”. Hasta aquí, psicoanálisis básico que se aprende en los libros o en una página de Wikipedia.

El problema es que en Encanto no se ve claramente esa entrada en el lenguaje y en la marca del padre. Al menos, en lo primero, Gabo ejemplificaba esta etapa cuando en Macondo la gente empieza a ponerle nombre a las cosas para no dejarse vencer por la amnesia. En Encanto, es el espectador colombiano maravillado que le dice a los otros: ¡ve, mirá, marica, un buñuelo, un acordeón, un sombrero voltea’o, el letrerito de Colombia con los colores de la bandera! ¡Ay, qué belleza! Pero más allá de este nombramiento espectatoral perfomativo de las cosas, considero que la película cuenta con otro recurso más poderoso para situarnos en lo simbólico: la música y las voces. ¿Cómo iba Disney a perder la oportunidad de no explotar aquello en lo que Colombia es potencia mundial y crear otro show musical? Se trata de en-canto, ¿no?

 Confieso que Disney no me enervó esta vez. La última vez que lamenté ver una película con canciones fue La Bella y La Bestia, en que ni el “eye candy” de las imágenes ni la simpatía que genera Emma Watson pudieron salvar de una tortura bestial al oído y a la paciencia. Por el contrario, me fascinó el soundtrack de Cruella, otra película con elevado “eye candy” que sigue una estética oscura y se inserta en la narrativa postmoderna de mostrarnos los héroes de la sombra: The Joker. Ahora no me acuerdo de la música de Encanto y si hay canciones memorables como el Hakuna Matata (va-cuna te mata: el chiste se cuenta solo) del Rey León o Bajo el Mar en La Sirenita. Pero más que la letra de las canciones, traducibles, parodiables, lo que importa es la inclusión en el espectro sonoro de los ritmos alegres y vivos. El ritmo seduce al cuerpo, y el cuerpo arrastra la mente al baile. Es una forma de entrar en lo social, en lo simbólico.

En cuanto a la voz, por supuesto, el doblaje al español latinoamericano crea la familiaridad y autoridad (o más bien, legitimidad).  Tendré que verme la versión original en donde también están las voces de María Cecilia Botero y Maluma para ver qué reacción me genera, pero el hecho de que estas voces acompañen al espectador en el nombramiento de las cosas refuerza el propósito de la simbolización. Además, no se olvide que, en ciertos momentos, la actriz que da la voz a Mirabel introduce pequeños colombianismos que no se desorientan por completo al espectador hispanoamericano no colombiano: parcerito, bacano.

Dicen los textos sagrados del budismo tibetano que la iluminación se logra por medio de la audición, la escucha. Pero estamos lejos del Nirvana y de despegarnos de los afectos de esta rueda del Samsāra. Sin embargo, no hay que subestimar el poder del registro sonoro en la película. Habrá que analizar más la lírica y sus mensajes ocultos, lo reconozco, para profundizar más en este aspecto. Pero, hay algo muchísimo más significativo y de gran impacto, lo que transforma Encanto en un punto en que queda en pelota el alma del colombiano. Esto es: la ausencia de la figura del padre.

Si observamos bien, las figuras masculinas de la película están a la sombra del matriarcado:  Pedro, el esposo de la abuela, fallecido; Agustín, el papá de Mirabel, no lo puede picar una abeja; Félix, negrito guapachoso, a duras penas su mujer lo deja cantar a su lado; Bruno, todo un maguito de Oz; Camilo, su adaptabilidad y plasticidad proteiforme en lo simbólico fracasa, y termina con la cabeza de un bebé que todavía vive en el orden de lo imaginario. Hasta el mismo Mariano, con la voz de Maluma, no se salva de ser un pelele. Damas y caballeros, no me tomen a mal con lo que aquí digo. Solo anoto una observación y no pretendo hacer un memorial de agravios de estos machos melancólicos, de estos pobres “princesos”. Todo lo contrario.

Por puro concurso de circunstancias, por pura magia intertextual, Encanto entra en diálogo con un pequeño texto de la literatura infantil colombiana en donde la madre es el único referente en lo simbólico y el padre es un gran ausente que, sin embargo, deja una marca de violencia. Me refiero al poema “El gato bandido” que escribiera Rafael Pombo en pleno siglo XIX. En estos versos, Pombo nos cuenta la vida de Michín, un gato antropomorfizado, que decide no obedecer más a su madre, tomar las pistolas del padre (única mención a este en todo el poema), y largarse de la casa para volverse delincuente. Luego de tropiezos y un rotundo fracaso, Michín regresa llorando a casa de su madre declamando aquel famoso verso: “ ¡Mamita, dame palo, pero dame de comer!”. Al final, lo que busca es la restitución del orden imaginario, volver al “con senos hay paraíso” del perdón de la madre, y la aceptación del orden simbólico punitivo, “dame palo”. Ese palo no es tan terrible como lo que pasa allá afuera, en el orden de lo real, y que, sin embargo, tiene una presencia inquietante en lo simbólico. Esas armas del padre. ¿Dónde está el padre de Michín? ¿Está vivo o muerto? ¿Vive en la casa o anda por el mundo visitando otras gatas? No lo sabemos. 

Encanto retoma esta presencia del matriarcado en lo simbólico, ya que la que gobierna es Alma Madrigal (Alma Máter), que es una abuela, una mama grande, una meta-madre. Una meta-madre en el contexto colombiano, y por extensión, en contextos no-tan-postmodernamente-occidentalizados, es algo que Freud, en su sociedad vienesa de preguerra, ni Lacan, en la Francia de la posguerra, consideraron. La meta-madre es una figura anti-transformativa poderosa porque impide la disolución completa de los complejos de Edipo y Electra. La abuela se venga de la hija o del hijo deseducando al nieto o a la nieta con el arma más terrible: el amor de abuela. Contra eso, no hay mito griego que valga.

En mi caso, recuerdo cuando tenía cinco años y decía estar enamorado de mi abuela paterna, mientras que aborrecía quedarme en la casa de mis padres. Ahora, pago ese karma con mi hijo de seis años. Los abuelos, son muchos más cool que mi esposa y yo. La abuela, en complacencia con el abuelo, hacen aparecer una hamburguesa McDonald o una pista de carros luego de que el niño invoque la magia pulsional. Por pura magia, ¡hicimos aparecer un Papá Noel! Al final, el trabajo sucio siempre será el de los padres. El padre recibe el odio por poseer a la madre y, luego, será desafiado y superado durante la adolescencia y la juventud del hijo. Pero la madre recibe la peor parte: o se vuelve objeto de repulsión por parte del bebé, según lo teorizaba Melanie Klein, y que representa de manera jocosa Un Padre de Familia en la relación que llevan Stewe y Lois; o, es remplazada por otra mujer. Esta usurpadora es, en primer lugar, la meta-madre, la que a su vez puede ser la madre de la madre o, aquí la cosa se agrava aún más, la madre del esposo, la suegra. Por eso, el chiste se cuenta solo. Luego de soportar todo esto, la madre se enfrentará a las pretendientes, las novias, las esposas, aquellas brujas que nunca estarán a la altura de su hijo.

Por supuesto, eso es lo que ocurre en el caso del hijo varón. En lo que concierne a la hija, la cosa puede ser aún mucho más violenta y cruel. En cierta ocasión, Jodorowsky había mencionado el caso del miedo que la hija le tiene a las arañas por culpa de la madre. Y obviamente, si las telarañas son mentales, la genealogía de la madre que engendra la madre se extiende por generaciones hasta el infinito. Y no está desprovista de cargas energéticas que se resuelven con la fortificación de la estructura vertical del árbol tradicional y en la vida que emana de sí misma. De ahí, la capacidad de Isabela para hacer florecer a su alrededor. Por eso es la princesa dentro del jardín del Encanto. No es simple ocurrencia de los creadores de la película. Y no estamos hablando de realismo mágico. Más bien, de realismo psíquico.

Si el amor de la meta-madre nos vuelve un cuerpo adulto con cabeza de bebé, su odio debe operar como una horrible castración. He ahí el conflicto central de Encanto. La segunda visión de Bruno muestra el abrazo de Mirabel con otra mujer. La imagen los engaña y se transforma en Isabela. O tal vez, no los engaña. Solo muestra un paso, antes del siguiente y final el abrazo entre Mirabel y Alma. En dicho abrazo, el orden imaginario y el orden simbólico, que no dejan de agrietarse ante la amenaza del embate de lo real, se vuelven a unificar y Mirabel logra asumir su función dentro de la constelación familiar.         

Cabe mencionar que el formato disneyense omite una narrativa implícita de la formación del sujeto sexual de Mirabel. Afortunadamente, como dije al principio, no se escucha ese discurso musical simbólico del reggaetón, fuerza modeladora de las identidades sexuales de las últimas generaciones colombianas (aunque haya mujeres intelectuales que lo defiendan y vean en él una forma de empoderamiento de la mujer –posición respetable y que a lo mejor está en lo cierto porque contra el reggaetón y el orden simbólico no se puede hacer nada: solo aceptación y amor incondicional). Mirabel se nos presenta como una niña curiosa e inocente. ¿Es adolescente? ¿Ya cumplió la mayoría de edad? No lo sabemos o no me acuerdo si lo abordaron; pero sí se nos pone al tanto de que debe cumplir una misión de conciliación con las mujeres de su familia dentro de un espacio en donde los hombres juegan un papel secundario, al igual que, curiosamente, la abnegada Julieta, la madre de Luisa, Isabela y Mirabel, ya que como madre es absorbida por la meta-madre. La conciliación con las figuras femeninas va en paralelo con la misión de descifrar qué es lo que está pasando con la magia de Encanto. En primer lugar, Mirabel debe comprender qué sucede con Luisa, por qué tiene “el síntoma” del tic en el ojo; será la misma Luisa quien arroje las primeras pistas de la búsqueda. Este paso lo llamaremos el de la comprensión del síntoma. Luego, viene el enfrentamiento con Isabela, pelea entre hermanas, en donde se “halan de las mechas”, pero que lleva a la confesión: iba a casarse con el tonto con cara bonita del pueblo (Maluma) solo para complacer a su abuela. Esta confesión es liberadora y transformadora para Isabela y la misma Mirabel. Por último, viene la reconciliación con la meta-madre a la que le había aguantado una serie de desplantes a lo Cenicienta durante toda la película. Se podría decir que también se cumple aquí el paso a la adultez de nuestra querida niña, pero no se ve tan claro o tendremos que verlo en Encanto 2 (por el bien de nuestras almas, roguemos a los dioses que no haya segunda parte).

 

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Con la reconciliación entre la niña eterna y la meta-madre parece salvarse el universo mágico del Encanto y la imagen de Colombia que todo ciudadano de bien quiere ver en el exterior. La navidad ya no es blanca, es colorida. Hemos obtenido la aceptación del Gran Otro de la Metrópoli, el que se proclama sujeto de la historia. Somos el pequeño otro embellecido, reconocido, finalmente comprendido y amado. Ya no somos clones de Pablo Escobar; somos puro Encanto. Vivimos en el universo de las imágenes y los sonidos alegres. Los sabores, igualmente. La naturaleza, los chigüiros y los jaguares que corretean por los corredores de la casa, las mariposas amarillas. Realismo mágico, marca registrada Disney. ¡Ajúa!

Pero, ¿qué pasa con el orden de lo real, el tercer orden mencionado por Lacan? Aquí es donde la película logra su plus. El orden de lo real es aquello que se reprime, se niega, queda ahí afuera y que, de todas maneras, regresa y golpea. Es imposible hablar en el real porque es innombrable. Es corpóreo, pero inalcanzable. ¿Por qué la película se llama en inglés Encanto y no Charm o Enchantment? Porque el encanto está en lo real, es algo más parecido a ‘haunted’  o al término francés “hantise”. Tú puedes estar “encantado” al conocer a alguien, y eso denota algo positivo, pero la casa no está “encantada” de conocerte. Encantar también conlleva algo negativo e inquietante. Una casa está encantada por espíritus, desaparecidos, memorias dolorosas. No existe una casa con fantasmas felices. No existe un fantasma feliz porque ya dejaría de ser un fantasma y pasaría a transcender a otro plano, o se fundiría con la fuente universal, o en lo que quieras creer. Un espectro encanta Europa, decía otra vez ese malhechor asqueroso de Marx; un espectro encanta Colombia… ¿qué será?

Así, el título de la película juega con una primera acepción del término y que se refiere al universo que relata: el de la magia, enchantment, hacer encantamientos.  Otra, en la que nos quieren hacer creer, el charm de un lugar: la belleza de la naturaleza y la aparente felicidad con la que viven sus habitantes. Y la tercera: lo que queda cubierto en lo real y de lo que nadie quiere hablar.

Y, sin embargo, nos lo muestran desde el principio. ¡Y con gran emotividad! Hay gente que huye y atraviesa un río parecido a Caño Cristales. Tras ellos, vienen unas figuras masculinas a caballo. La película es bastante inteligente para no decirnos quiénes son: ¿paramilitares? ¿guerrilleros? ¿narcos? ¿O simplemente gente mala? (Siempre hay gente mala en todas partes) ¿Por qué persiguen a esos pobres si parecen gente buena que vivía feliz en su pueblito? ¿Qué hicieron para que los saquen del territorio?  Disney no lo va a decir porque dañaría el momentum y arruinaría la alegría de la gente de bien que se pasea con su camiseta amarilla de la selección, su sombrero voltea’o comiéndose una empanada de McDisney por las calles de Miami. Disney no va a tomar partido en lo ocurrido en la primavera de 2021, luego de que se viviera una guerra sistemática de desapariciones, violaciones, manipulaciones discursivas y mediáticas durante las manifestaciones en varias ciudades del país. Disney, por medio de su película, nos dice, colombiano, eso es un asunto que ustedes tienen que resolver. Yo, sigue hablando el poderoso Mickey Mouse con su varita, en cuanto a gran torbellino hambriento de narrativas de otras culturas, solo les entrego lo que quieren ver de ustedes mismos. Hice mi trabajo leyendo Cien Años de Soledad, visitando Salento y el Parque del Café, investigando qué diablos es una arepa o una empanada y, gracias a mí, mis principales clientes, mis hermanos americanos, sabrán lo que es.  Le vamos a vender el concepto de empanada y arepa a McDonalds para que luego ustedes allá las compren a precio de dólar y dejen de apoyar a esos sucios venderos que invaden los andenes. Niñas, niños y niñes, no me pidan decirles quiénes eran esos hombres a caballo o dónde está el papá de Michín, el gato bandido. Solo les digo que su papá no está en lo simbólico, sino en lo real, en lo innombrable. ¡Y vayan por su tercera, cuarta, quinta dosis!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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